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Rumores de compraventa o cesión de República Dominicana y Puerto Rico a Estados Unidos 1869-1871

Los últimos años de la década de los 1860 fueron unos años muy interesantes. Estados Unidos había salido de la Guerra Civil, Cuba tuvo su Grito de Yara que causó la Guerra de los Diez Años y Puerto Rico tuvo su fallido Grito de Lares. Para esta época el comercio local de Puerto Rico dependía del mercado de los Estados Unidos, cosa regular desde principios del siglo XIX o antes. Desde finales del siglo XVIII, Estados Unidos se convierte en la metrópolis mercantil de las Antillas. Algunos comentaristas vendían a los puertorriqueños la idea de que Estados Unidos, con su sistema republicano y sus instituciones participativas, era el país del futuro. No importaban lacras como el racismo, el discrimen racial, el linchamiento de afronorteamericanos, el discrimen de la mujer, la marginación de los inmigrantes, la brutalidad de la industria y otros problemas. El país del progreso se decía, sin tener en cuenta que una cosa es lo que se dice y propagandiza y otra la realidad social y política. El nuevo régimen que surge de la innovación le convenía a las elites económicas, los intereses afiliados de comerciantes y propietarios, numerosos profesionales, muchos de los cuales habían estudiado en Estados Unidos e interesaban su dominación. Éstos profundizaban las llamadas virtudes republicanas y democráticas norteamericanas frente a las autoritarias, oscuras y monárquicas españolas; como decían y deseaban la anexión. Uno de estos propagandistas lo fue Salvador Brau, quien en 1882 promovió la importancia de Estados Unidos para los puertorriqueños. En el periódico El Asimilista Brau afirmó lo siguiente:


“La escasa población que en la isla residía, diseminada por los campos y por la falta de toda cultura, se dedicaba a la cría y a la reproducción de ganados casi como exclusiva ocupación.


El comercio, aherrojado por las leyes prohibitivas que alejaban a los extranjeros de las colonias españolas, se alimentaba del contrabando; ejercitado por los ingleses, holandeses y dinamarqueses, cuyos buques llegaban a nuestras costas atestados de telas y efectos que trocaban por reses, caballos, maderas, pieles y otros productos naturales del país.


Es claro que bajo tal sistema las rentas públicas no debían bastar a las necesidades administrativas de la colonia; y tan solo bastaban, que para cubrir el exiguo presupuesto oficial de gastos, le era necesario al Tesoro de Méjico concurrir con el célebre situado, que muchas veces tardaba más de lo regular en recibirse, siendo objeto el día de su llegada de repiques de campanas y demostraciones de ruidosa alegría.


Ni caminos, ni puentes, ni escuelas, ni organización moral bien caracterizada, ni sentimiento público, ni aspiraciones de progreso, ni ninguno de esos síntomas que caracterizan a los pueblos civilizados. Tal era el estado de nuestro país al arribar sus playas familias enteras, que, huyendo de las convulsiones sangrientas del continente, buscaban un retiro donde guarecerse con los despojos de su mermada fortuna.


Sabido es que la inmigración venezolana trajo a Puerto Rico nuevo elemento de población, aumento numerario circulante e impulso de actividad, de ideas y de trabajo. Coincidió con ese hecho célebre Cédula de Gracias que libertó de trabas al comercio, abrió las puertas a la inmigración extranjera, y facilitó el desenvolvimiento de la riqueza pública, basada en su fiene más productiva: la agricultura.


El país renació a la vida; todos aquellos que ansiaban trabajar hallaron vasto campo donde desplegar sus esfuerzos, y desde luego se inició la comunicación de ideas y de relaciones de nuestro comercio con distintos países del globo.


¿Qué países fueron esos? Los Estados Unidos del Norte, cuna de la libertad en América. Inglaterra, la fanática veneradora de los derechos individuales; la culta Francia, propicia siempre en las teorías revolucionarias más radicales; la colonia danesa de San-Thomas, puerto de refugio de todos los conspiradores del Nuevo Mundo; y la Metrópoli, donde los principios consignados en el Código inmortal de 1812, vinieron a servir de protector amparo a la heredera de aquél que más violentamente había intentado destruirlos.

He aquí con qué países nos encontramos en estrechas relaciones desde el momento mismo en que empezó a organizarse nuestra vida social.


Es verdad que esas relaciones eran mercantiles, no política pero tal modo se relaciona la política con todas las manifestaciones intelectuales y materiales de los pueblos, que aún proponiéndose evitarla escrupulosamente, es común someterse automáticamente a sus impulsos.


En vano cuidaba el Gobierno de prohibir toda clase de derechos, actos, demostraciones y hasta pensamientos políticos en la isla; los hombres de negocios se trasladaban a los Estados Unidos y allí veían un pueblo próspero, laborioso, moralizado, levantándose al soplo de la libertad más amplia, constituyendo con su savía una nación modelo, y, saturados de aquel perfume de libertad, regresaban al peñón borincano, alabando y bendiciendo sus maravillas.


Con frecuencia constante se trasladaban esos hombres a San Thomas, y asombrados comparaban las leyes restrictivas de nuestro país con aquella especial administración, que supo convertir un árido peñasco en emporio comercial de las Antillas.


Si sus asuntos los llevaban a Inglaterra, encontraban allí, en una nación monárquica como la nuestra garantidos de derechos del ciudadano contra las demasía del Poder; ejercitados todo los derechos políticos en la más libérrima forma, sin desconfianzas, ni perturbaciones, ni desórdenes; no hallándose por nada ni por nadie contenida la iniciativa individual, que de ese modo podía dedicarse, como se dedicaba, a acrecentar prodigiosamente la fortuna pública, los impulsos de la ciencia, los veneros de la industria, la savia vigorosa de la civilización.


Y de Francia, a donde solían ir de paseo y a donde muchos enviaban a sus hijos a educarse, y de donde recibían libros y periódicos nutrido de ideas condenadas en Puerto Rico, hacinase lenguas aquellos hombres, ensalzando la voluntad potente de una nación que había sabido colocarse, por medio de la libertad, a la cabeza del progreso de nuestro siglo.


Y a pesar de todas las prohibiciones y de todas las vigilancias del Gobierno, no era posible que las relaciones de familia entre esta isla y la Metrópoli, y la frecuencia de las comunicaciones entre ambas, y el arribo continuo de personas, ya con un carácter, ya con otro, dejasen ignorar a los isleños de marcha de los negocios políticos en la madre patria, suspirando todos porque las ideas liberales acabasen de arraigarse allí, brindando los benéficos frutos que habían atraído a otros pueblos.


Es decir, que los colonos puertorriqueños, admiraban la libertad en todas partes; habían palpado sus efectos; reconocían sus ventajas; la aplaudían sin reservas; pero no debían quererla en Puerto Rico, porque la libertad en las colonias españolas del Nuevo Mundo no era otra cosa, según decían algunos, que el antifaz con la que se ocultaba el separatismo.


Ya hemos manifestado en los anteriores artículos el origen de esa aserción y las causas que la motivaron. Acabamos de exponer de modo sucinto el nacimiento, así puede decirse, de nuestra sociedad. No cabe comparación, ya lo hemos probado antes, entre las colonias del continente en 1808, y la provincia de Puerto Rico en 1882. Aquello no es esto; aquí no hay indios, ni hay tampoco esclavos, no se abrigan impaciencia de ningún género; el país ha probado su lealtad a la Metrópoli en ocasiones muy solemnes; en una palabra, entre nosotros puede hacerse impunemente como ha dicho un Ministro de la Corona.


Es decir, que estamos preparados para todas las innovaciones políticas que disfrutan los pueblos más civilizados del orbe. ¿A qué, pues, ese temor? ¿Por qué esa aseveración que constituye ofensa grave para los puertorriqueños ¿No es buena la libertad en Europa? Pues en todas partes debe serlo igualmente.


No temáis, no, a la libertad, propietarios de Puerto Rico. Si tanto os gustan sus efectos en otros países, procurad fomentarlos en el que habitáis: la libertad no mata, no, el capital; quien lo mata es la ignorancia; quien aniquila la industria es el empirismo, la centralización, el exclusivismo, las trabas fiscales… la servidumbre.


Demos por sentado que fue a nombre de la libertad que se arrancaron a España sus colonias continentales, pero convengamos en las causas que favorecieron y precipitaron tan violenta separación. Reconozcamos que, en esos países, la obra de la libertad ha sido laboriosa por la situación excepcional en que se hallaban al proclamarla; pero no nos atengamos a ese solo juicio, exagerado por cerebros raquíticos y medrosos, para aprecias las consecuencias del régimen en absoluto, ni pretendamos solamente juzgar a los efectos de la libertad en países que no conocemos, con los que no nos hallamos en inmediatas relaciones, y que solo han visto en las geografías o relaciones de viaje, muchos de los que tan orondamente los difaman.


Estudiemos la libertad allí donde nos sale al paso; estudiémosla en nuestras relaciones con los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, estudiémosla ya entre nosotros, en ese mismo peñón de ayer, en el antiguo presidio elevado a la categoría de provincia española, y donde la vida intelectual se desarrolla pasmosamente, y donde el ansia de civilización y de progreso no interrumpe, en modo alguno, la armonía social ni las relaciones entre gobernantes y gobernados.


¡Conservadores de Puerto Rico! No temáis la libertad; no la rechacéis. Al contrario: salidle al paso, utilizadla, encauzadla en provecho general, y cuando os halléis en posesión de ella, cumplid vuestra misión: ¡Conservadla!”[1]


El Diario de Barcelona expresaba que había cuatro caminos: 1) mantener la colonia como territorio conquistado; 2) como provincia en lo político, administrativo y económico; 3) la independencia o; 4) cederla a los Estados Unidos, que había estado tratando de comprar a Cuba y Puerto Rico. A esto último se opuso El Boletín. El Progreso lo calificó de imposible e inverosímil. El Porvenir lo llamó un negocio vil e infame.[2]


Se informaba que Sanz estaba por concluir la compraventa de St. Thomas a Estados Unidos, además de la parte española de la isla de Santo Domingo. Entro en juego de las Antillas Estados Unidos. El Presidente Ulises Grant y William Henry Seward[3], estaban interesado en la adquisición de la bahía de Samaná y la anexión de la República Dominicana. A Grant le preocupaba que potencias europeas ocupasen República Dominicana en violación a la Doctrina Monroe.[4] Grant pensaba que la anexión sería una válvula de seguridad para los afroamericanos que sufrían persecución en los EE. UU., pero no incluía, oportunamente esto en sus mensajes oficiales. Grant especuló que la adquisición de Santo Domingo ayudaría a lograr el final de la esclavitud en Cuba y en otros lugares. El diseño del tratado entre ambas naciones fue el siguiente: Estados Unidos anexarían la República Dominicana, pagarían $ 1,500,000 (equivalentes a $ 26,000,000 en 2019) sobre la deuda nacional dominicana, ofrecerían a la República Dominicana el derecho a la estadidad, y Estados Unidos alquilaría Samaná Bay a $ 150,000 por año por 50 años. Según el biógrafo de Grant, Jean Edward Smith, el presidente Grant inicialmente se equivocó al no ganar apoyo público de los Estados Unidos y al mantener el secreto del proceso del tratado.[5] El 10 de enero de 1870 Grant presentó oficialmente al Senado el Tratado de anexión de República Dominicana. El tratado fue derrotado por el Senado el 30 de junio de 1870, votación de 28-28. Los hermanos masones Gregorio Luperón y Ramón Emeterio Betances cabildearon intensamente para que no se aprobara el tratado de anexión en el Senado. En una carta a Gregorio Luperón, con fecha del 21 de enero de 1870, Betances expresa:


“Ya están los americanos en Samaná, me dice Vd. y es cierto. No puede figurarse el dolor que me causa este hecho tan fatal para la realización del gran proyecto de ‘confederación’ que harían de todas nuestras islas una gran Nación respetada entre todas, y que la salvaría de la anarquía en que se consumen. Pero, amigo mío, todo no está aún perdido. Aquí se ha trabajado mucho, y el proyecto de Báez puede muy bien fracasar. Delmonte, Ventura y yo hemos publicado cuando se ha podido para estorbar la indigna negociación, y hoy se dice que el Senado de Washington rechazará el proyecto, por ser una pura especulación de algunos pillos con perjuicio del pueblo dominicano, como del americano. Se han publicado muchas cosas que perjudicaba a Báez, y todo ha sido útil, pero en mi concepto, no se hace más que retardar la negociación, y dar tiempo a la revolución dominicana para que triunfe. Sólo así podrá impedirse que se lleve a cabo un proyecto cuya realización sería la condenación de nuestra raza y una completa destrucción. Haití debe socorrer activa y fuertemente a los dominicanos, o condenarse a perecer en el mismo abismo. No se duerma, pues es preciso sacar lo que se pueda de donde se pueda. Nunca he sentido tanto carecer de los recursos necesarios para ofrecérselos y unirme con Vd. para combatir al infame. Aquí está todo aplanado. Hay que analizar los momentos. Si el pueblo se mueve, es seguro que los yankees se retirarán, porque hay aquí un gran partido que no quiere anexarse por la fuerza. Delmonte le envía una carabina de 8 tiros. Son las mejores que hay aquí, aunque yo prefiero las de un solo tiro; de éstas tengo una que pondré a su disposición. No es difícil que nos encontremos pronto. Dentro de pocos días salgo para Puerto Príncipe. Yo sabré d Vd. y les escribiré desde que llegue.”[6]


Ramón Emeterio Betances opinaba que antes de anexarse por compraventa a Estados Unidos, Puerto Rico optaría por independizarse “por la fuerza de las armas.” En una carta que escribió a Eugenio María de Hostos desde Haití el 8 de junio de 1870, Betances contestó a Hostos sobre dos proposiciones que el último había hecho: 1) organizar públicamente la revolución, por medio de periódicos y propaganda personal activa; 2) aplazar la revolución hasta que Inglaterra, los Estados Unidos y España, decidieran, tal vez pacíficamente, que debíamos ser independientes. Reconocía asimismo que era necesaria la agitación revolucionaria de propaganda y de la prensa organizada a su favor, cosa que hasta el momento no había podido lograr, sino solo la propaganda personal y por medio de hojas sueltas. Preguntó a Hostos por qué medios podrían obtener el respaldo de la prensa. En cuanto a la segunda proposición Betances expresó:


“De la segunda proposición digo que si hoy mismo tuviera el poder de llevar la revolución a Puerto Rico, no vacilaría un solo instante. Yo creo que ni Inglaterra, ni los Estados Unidos, ni España, separados o reunidos, son los que nos han de dar nuestra independencia, sino nosotros mismos. Si las conferencias son ciertas, me atengo al aforismo médico: ‘Un medicamento que, aplicado, mejora al enfermo, continuando, lo cura.’ Si Inglaterra y los Estados Unidos intervienen por que Cuba se ha sublevado, creciendo la revolución con el movimiento de nuestro país, la intervención será más activa.


Estados Unidos es únicamente donde se encuentran grandes simpatías, allí se trabaja en grande escala.”[7]


Práxedes Mateo Segasta era de la opinión que no había nada que afectara las buenas relaciones entre Estados Unidos y España. En Madrid se circuló un Manifiesto, exaltando los beneficios de la anexión a Estados Unidos, estableciendo la diferencia entre el gobierno propio y la tutela bajo España. Se presumía que el documento que, con la anexión a la federación norteamericana se podía lograr el gobierno propio. Dicho documento contiene una visión idealizada de la Federación norteamericana, consolidada tras el fin de la Guerra Civil, con una victoria para el Norte, Lincoln y la Federación. No se tenía claro, que la Federación conlleva uniformidad, no cabe la excepcionalidad política dentro de la unidad nacional.


Betances hablaba sobre el animo prevenido del cónsul inglés contra la revolución de Cuba: “Para él, España era la que no quiere ceder a Cuba; la prensa de Madrid lo ha probado últimamente; y la insurrección es la que, no esperando nada sino de los Estados Unidos, se acerca cada día más a ellos. Esto porque los cubanos no han querido ver en el mundo más que a los americanos. Es lo que los pierde.” Betances había escrito a José Francisco Basora el 12 de abril de 1870 que estaba convencido de que Inglaterra intervendría directa o indirectamente en las luchas contra el americano, “a quien veré apartado de nuestras playas con el mismo placer que al español.” En carta dirigida a Carlos Lacroix del 1 de mayo de 1870, Betances contestó un manifiesto de Hostos aludiendo a “su defecto.” Expresó:


“Usted sabe que soy partidario de las libertades de todas clases, y si a Hostos le da la gana de proclamarse el más sincero de todos nosotros, como lo ha ducho en La Revolución, si quiere nombrarse único bueno y papa infalible, sin el menor cuidado me tiene. A mí me escribió una carta llena de pretensiones y de exigencia. No creo que Hostos deba de estar en nuestros secretos; porque siempre está por las nubes, y en una de sus divagaciones puede perdernos, de la mayor buena fe.”[8]


La primera ola de la expansión norteamericana se dio por razones racista. La segunda ola del imperialismo se dio por razones racista e imperialistas. Podríamos argumentar que esta segunda ola de expansión norteamericana comenzó en 1865, cuando terminó la Guerra Civil. Este trasfondo histórico y labor del prócer Emeterio Betances nos dan una chispa de luz que nos ayuda a entender por qué el oriundo de Cabo Rojo fue el único puertorriqueño, que, en 1898, advirtió que Estados Unidos nos tendría como colonia por el resto de los días.


[1] Carmelo Delgado Cintrón, Historia Constitucional de Puerto Rico, Tomo III 1898-1898, La invación de Puerto Rico hasta el gobierno militar de Estados Unidos, pág. 178-183. [2] Rosario Goyco Carmoega, Abriendo Brecha. Pedro Gerónimo Goyco Cebollero (y Sabanetas): Puertorriqueño y Liberal 1808-1890, Publicaciones Gaviota, (2020), pág. 354. [3] Steward fue el principal encargado de las negociaciones de la compra de Alaska en 1867. Steward es considerado por algunos como el arquitecto de las ambiciones imperialistas que llegarían a su pico en el 1898. Véase Walter Stahr, Steward: Lincoln’s Indispensable Man, Simon & Schuster, (2012), pág. 453-457. [4] Mensaje del Presidente Grant con relación a la anexión de Santo Domingo, 31 de mayo de 1870. https://millercenter.org/the-presidency/presidential-speeches/may-31-1870-message-regarding-dominican-republic-annexation. [5] Jean Edward Smith, Grant, Simon & Schuster, (2001), pág. 501; Véase también William Javier Nelson, Almost a Territory: America’s attempt to annex Dominican Republic, University of Delaware Press, (1990) y Eric T. Love, Race over Empire: Racism & U.S. Imperialism 1865-1900, University of North Carolina Press, (2004), pág. 27-72. [6] Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Ramón Emeterio Betances: Obras Completas, Escritos políticos: correspondencia relativa a la República Dominicana (1868-1894), Vol. IX, Ediciones Zoom, (2017), pág. 56-57. [7] Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Ramón Emeterio Betances: Obras Completas, Escritos políticos: correspondencia relativa a Puerto Rico, Vol. 5, Ediciones Zoom, (2017), pág. 120-121. [8] Id, pág. 119.

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